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Psicopatologizar la tristeza es matar la alegría

 

Psicopatologizar la tristeza es matar la alegría.

(Este texto forma parte de la introducción del libro LA ATENCIONALIDAD ATRAPADA de Alicia Fernández, editado por Nueva Visión en 2011)           

 

Sin alegría el dolor se hace impensable porque se “in-diferencia” con uno. La alegría nos permite diferenciarnos del dolor, incluye un límite, una frontera, entre el sentimiento que nos embarga y nosotros mismos. Solo desde allí se puede hacer pensable el dolor.

Producimos lágrimas, tanto de alegría como de tristeza cuando nos “con-movemos”, movemos junto a otros. La indiferencia nos “seca”.

Quien no se permite hacer visibles lágrimas de tristeza e indignación delante de las pérdidas, las injusticias y los malestares sociales, no podrá verter lágrimas producidas por la alegría de la autoría.

Así como el “síndrome de pánico” aparece cuando no se permite al joven expresar el necesario temor (que el coraje de cambiar requiere), las “depresiones” pueden surgir ante la ausencia de espacios para compartir las tristezas y producir algo a partir de ellas.

Las depresiones vienen a ocupar en el momento actual el lugar de la histeria en la época de Freud. Entendemos su crecimiento actual como un síntoma social contemporáneo.

No es casual que la depresión, la desatención y la hiperactividad sean “síntomas” de nuestra época. Así como en siglos pasados la histeria velaba y revelaba las formas de subjetivación imperantes, hoy estamos sometidos a la banalización del dolor, la fragmentación, el exceso y el tedio que adormecen a la alegría y el espíritu lúdico.

Donald Winnicott decía que un niño “hiperactivo” está demostrando el deterioro del jugar. Cuando un niño está jugando, la potencia atencional de la alegría lo conecta simultáneamente con lo inconmensurable de su deseo y lo mensurable del límite que el mundo real le ofrece. Se experiencia como partícipe activo entre lo imposible y lo posible. La actividad lúdica es integradora del pensar y el desear. Allí no cabe ni desatención ni hiperactividad.

Existe una relación entre el estrechamiento de los espacios del jugar creativo y espontáneo en los niños y el aumento exponencial de “diagnósticos de desatención e hiperactividad”. Obviamente quienes realizamos los diagnósticos, somos adultos y como dice el psicoanalista Mario Waserman[1]se puede ver con claridad que, contratransferencialmente, cuanto más dispersa y superficial es la atención, más agotadora es la demanda de atención en el otro. Esto es lo que finalmente lleva al rechazo en el ámbito donde un adulto está a su cargo y hace comprender la desesperación de los maestros.”

Sabemos, como lo explica el psicoanalista Ricardo Rodulfo[2], que el jugar del niño dibuja su propio límite, por lo que éste no necesita ser impuesto desde afuera, pues la potencia atencional de la alegría, por sí sola busca un descanso hacia los estados tranquilos de relajación. Cuando no hay un medio facilitador que ofrezca una superficie de inscripción al jugar, éste puede degenerar en excitación y estares ansiosos hiperactivos, los que no encuentran su propio límite.

Los modos de “desubjetivación” actuales tienen efectos catastróficos también en relación a los adolescentes. Sabemos que la llamada “crisis adolescente” produce momentos de aislamiento y tristeza, que suelen aparecer como episodios depresivos pasajeros, que de no encontrar un espacio que los contenga y los atienda, pueden tener derivaciones de gravedad.

El suicidio de adolescentes es un drama que quizás por su carácter incomprensible permanece silenciado. En la actualidad cantidad de jóvenes menores de 16 años se precipitan en tentativas de suicidio (a veces fatales) que podrían evitarse. La psicoanalista brasileña Maria Rita Kehl[3] consigna un alarmante dato: los “trastornos depresivos” son actualmente la cuarta causa mundial de muerte e incapacidad, alcanzando a 121 millones de personas en el planeta, sin contar a aquellos que nunca se hicieron un “diagnóstico”[4]. La “crisis adolescente perdió su antiguo prestigio”. En algunos ambientes escolares quien se muestra triste “deja de ser popular” entre sus compañeros y a veces deja también de satisfacer a sus padres y maestros inmersos en la lógica del éxito. La autora mencionada considera a la depresión, como una expresión del dolor psíquico, que desafía todas las pretensiones de programar la vida humana en la dirección de una optimización de resultados. Quizás las depresiones (con sus diversas máscaras) nos convocan a vislumbrar el saber que puede estar contenido en la tristeza.

Al patologizar y medicalizar los diversos “dolores del alma” –como los llama Élisabeth Roudinesco- se roba al sujeto el tiempo necesario para superar la conmoción que producen los momentos de crisis. Las tentativas de cura a través de psicofármacos corren el riesgo de atropellar el tiempo psíquico que el sujeto necesita para recuperar su capacidad de simbolización.

Ante la falta de interlocutores solidarios, la “desatención”, la depresión (con su máscara de hiperactividad)  y hasta la tristeza son “inconvenientes” a ser medicados con urgencia, para que el sujeto permanezca dentro la “Corte del Imperio del Mercado” y participe de la imaginaria “fiesta de los incluidos”.

Sin embargo en estos momentos de Latinoamérica, cantidad de “juglares” adolescentes, fuera de las murallas, inventan nuevas estrategias para compartir sus tristezas (en internet, protegidos por el anonimato) o encontrando el potencial atencional de la alegría a través de participar en proyectos de colectivos sociales. A su vez, múltiples maestros, psicopedagogos, psicólogos y otros agentes de salud y educación, rescatan el valor de la subjetividad y abren otras “residencias” donde aquellos “juglares” pueden aprender.

Los espacios atencionales son intersubjetivos, en ellos se puede desarrollar y experienciar la genuina alegría de la autoría. Alegría que viene de la mano de la capacidad para sorprenderse y de la espontaneidad, conformando la energía imprescindible para que la agresividad saludable, creativa y necesaria al proceso de pensar, no se transforme en violencia contra el mismo sujeto o contra su entorno.

El desánimo, la queja, el tedio nos adormecen y la fuerza de la pulsión epistemofílica decae, cuando se pierde la empatía (considerada por el filósofo italiano Franco Berardi como una comprensión erótica del otro) quien dice que: “la deserotización es el peor desastre que la humanidad pueda conocer, porque el fundamento de la ética no está en las normas universales de la razón práctica, sino en la percepción del cuerpo del otro como continuación sensible de mi cuerpo. Aquello que los budistas llaman la gran compasión, esto es: la conciencia del hecho de que tu placer es mi placer y que tu sufrimiento es mi sufrimiento…”[5]

Es necesario diferenciar a la alegría, del estar contento y a la autoría de la tan mentada autoestima. Se puede estar en alegría, y sin embargo no estar contento, ni satisfecho, ni ser complaciente consigo mismo. Ya que la alegría pulsa, inquieta, convoca a compartir con otros.

La alegría como la autoría, nutren y son nutridas por la “héteroestima” más que por la autoestima. Estoy colocando el término héteroestima, propuesto por Jorge Gonçalves da Cruz, para recordarnos que sólo desde una apertura a la alteridad, dejaremos hablar a los “otros” que nos habitan, pues a través de estimar y atender a los otros podremos estimarnos.

El estar contento, de por sí, no genera ni promueve cambios. Se satisface a sí mismo. En cambio la alegría deja siempre un plus de indeterminación.

La alegría es la fuerza que nos acerca a la potencia creativa, indiscreta, incisiva del niño y de la niña, que a veces se extravía en los vericuetos solemnes del éxito adulto.

Reproduciré entonces algo que escribí en el año 1999 y que cobra cada vez más actualidad.

Recuperemos la alegría.

La tierra donde nace ha sido asfaltada. El cemento que la asfixia está compuesto de tedio, abulia, aburrimiento, desesperanza.

No es la tristeza la responsable de amordazar la alegría. Tampoco lo es la angustia. Por el contrario, sentir angustia es la muestra de que por debajo del cemento queda aun tierra fértil. Tierra húmeda, humus humano, por donde puede brotar la autoría que irá resquebrajando el cemento.

Por el pavimento del tedio se deslizan fácilmente la frustración, anorexia, bulimia, inhibición cognitiva, síndrome de pánico y drogas (las ilegales y también las recetadas). Los niños jugando a la intemperie de la asfaltada frustración de sus mayores, quizás busquen con "inquietud", "hiperactividad" y "desatención", algo de tierra debajo del alquitrán.

Al pavimentar la alegría la manía se ofrece como su tétrica máscara: la manía es la carcajada vacía. Siniestra mueca de sueños dormidos, mismo antes de ser soñados.

El conocer, escuchar, preguntar, abrir los ojos, mirar, hablar, pueden hacer sufrir, pero no matar la alegría ya que, la alegría, es el reconocernos con la posibilidad de cambiar y cambiarnos.

Esconder, cerrar los ojos, tapar los oídos, callar, empastillar, medicalizar, traslada, disloca el dolor y enferma.

Lo contrario de la alegría no es la tristeza, sino el aburrimiento, el omitirse, el desaparecer.[6]

Es a partir de estas consideraciones, que propongo “prestar atención” a la “hipoactividad pensante, lúdica y creativa”, pues ella es un terreno fértil para las depresiones, que suelen (principalmente en los niños) enmascararse como “falta de atención”, desinterés, apatía e “hiperactividad”.

 



[1] M. Waserman, Aproximaciones psicoanalíticas al juego y al aprendizaje. Ensayos y errores, Noveduc, Buenos Aires, Agosto de 2008.

[2] R. Rodulfo, Futuro porvenir. Ensayos sobre la actitud psicoanalítica en la clínica de la niñez y adolescencia, Noveduc, Buenos Aires, Mayo de 2008.

[3] Según Maria Rita Kehl, Depressão e imagem do novo mundo, en Mutações, Org. Adauto Novaes, Ed. Sescsp. “Los suicidios de niños y jóvenes entre 10 y 14 años aumentaron en Estados Unidos 120% entre 1980 y 1990. En el año 1995 murieron más jóvenes estadounidenses por suicidio que por la suma de cáncer, sida, neumonía, derrame cerebral, enfermedades congénitas y cardíacas. Pocos años atrás, para el adolescente, sentir angustia, estar en crisis, era considerado una señal de madurez, que el adolescente podía compartir con sus amigos probando de esta manera su sensibilidad, probando también su espíritu crítico o su cuestionamiento en relación al mundo adulto, y también sus ideales elevados. El adolescente que se deprimía no se desesperaba ni se aislaba de sus compañeros, que sabían valorizar, escuchar su crisis. Los amigos podían identificarse con él aun no vivían bajo las órdenes de la sociedad del espectáculo.”

[4] El término “depresión” lleva a confusión. Necesitamos distinguir a la “depresión” de estados afectivos como la tristeza, la angustia, el tedio. Y a su vez todos ellos pueden aparecer disfrazados de desatención o hiperactividad.

[5] F. Berardi, por Verónica Gago, en Diario “Página 12”, 12 de Noviembre de 2007.

[6] A. Fernández, Psicopedagogía en psicodrama. Habitando el jugar, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires 2000.

 

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